Fue un amor cachondo y misionero. Llevaba una boina uruguaya que me encantó cuando lo conocí. Igualito al de La Vela Puerca, pensé, antojada. Mío, mío. Lo elegí.
La primera vez que lo tuve en mi cama fue histórica. Yo volaba de fiebre, literalmente. Al rededor de 38° en todo mi cuerpo, no sólo en la entrepierna, me tenían drogada al natural, con la cabeza volando. Coger con fiebre es algo increíble, surrealista. Incluso me sangró la nariz mientras lo montaba desde arriba. Levanté la cabeza y seguí moviéndome. Una experiencia única.
Salimos durante varios meses, sin noviazgo, ni formalidades. Nos adoramos, cada uno a su manera. Teníamos un sexo excelente, apasionado, cómodo, íntimo. Fuimos conociendo el gusto propio y al ajeno, inspeccionándonos con humor. La primera vez que le acerqué un dedo al culo me sacó a los pingos. La segunda se dejó, y se envició para siempre. Me encantaba ese lugar de putita en el que se ponía. Se dejaba coger con gemiditos y al palo, excitado por su sumisión y mi poder. A mí, que siempre me gustaron los flaquitos bien trolitas, me hacía sentir casi un hombre. En el buen sentido.
Con él tomé la sana costumbre de andar en pelotas por la casa. Podíamos pasarnos horas así. Desnudos, fumando marihuana y devorándonos a besos.
A los meses Andrew (llamémoslo así) se recibió de chef y se escapó a Posadas. Argumentó crisis existencial, hartazgo porteño, mamitis aguda. Lloré un poquito y lo dejé ir.
Desde entonces mantuvimos relación sin relaciones. Chat más que nada, un mensajito, alguna noticia que se caía por ahí. Nunca perdimos contacto. Siempre nos habíamos querido y respetado mucho - ninguno de los dos quería resignarse a perdernos del todo.
El año pasado vino de visita a Buenos Aires. Pasó por casa para ponernos al día. Yo estaba saliendo con George, en plena etapa rosa, de modo que ni ganas de andar recordando viejas épocas. Luego de una tarde de humo verde y tereré, Andrew reveló sus verdaderas intenciones. Costó decirle que no. Algunos besos robó, pero me mantuve firme. Con la pija en alza lo mandé a la calle, disculpándome por mi estado civil. Pobre Andrew, me quedé pensando.
Pero el karma es sabio e inevitable. Hace un par de días se anunció en capital nuevamente. La historia repetida: se vino a casa, cambiamos el tere por una birra y el porro por hojitas de chala. Apaleamos el calor a fuerza de charla y guitarreada, terraceando, cómodos como siempre.
Se estaba por ir hasta que tuve el antojo de robarle un beso. Un beso solo, eso pretendía ser. La historia se había invertido: el novio era él ahora, con una rubia que lo espera tejiendo y destejiendo en Misiones. Pero un beso... ¿qué le hace un beso? El problema no fue ese, sino que me siguió hasta mi habitación. ¿Qué hacés acá? No sé, respondió. Yo sí lo sabía. Lo vi todo en nuestro pasado. Quería dedo, la putita. Porque claro, a su rubia no le puede andar pidiendo que le atornille el anular hasta el fondo. La hombría de un macho no se mide por la poronga, sino por el invicto del culo. Más todavía para un provinciano. A la putita no le da pedirle dedo a su novia, porque va a pensar que es puto. Y no es puto: es putita nomás.
Así que le hice el favor. Con la pija en la boca y los dedos en el culo, Adrew gemía de placer con los ojos fuera de órbita. "Tan lindo es eso -decía-, y nadie más me lo volvió a hacer".
Y no, putita.
Nunca nadie te va a coger como yo.
miércoles, enero 26, 2011
Putita nostálgica
Escrito por
Porteñita Secreta
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Etiquetas:
Soy federal
jueves, enero 20, 2011
Maldita
Mezcla de metalero y freak, con remera de Goku y botas de motoquero, tomaba cerveza en aquella fiesta de cumpleaños. No hablaba mucho, más bien lo contrario. Perfil bajo, digamos. Me gustaron su metro ochenta, sus manos grandes, su cara de chico bueno. Una presa ideal, a decir verdad. Llamémoslo George.
Era virgen cuando lo conocí.
Un chico tan lindo no merece ser virgen, pensé. Hay que hacerle el favor. ¿Por qué carga con ese blanco de jodas de sus amigos?... Muchos de ellos son más feos que Mr. Hyde. Pero él, tan bonito, con una espalda que adivinaba deliciosa, y un culo que rellenaba muy bien el jean, era virgen. La injusticia del universo materializada en un cumpleaños de verano.
No fue difícil seducirlo. Tampoco lo fue enamorarlo.
Al poco tiempo lo llamaba mi novio. Poco después dejé de llamarlo. "Tenías razón -fueron sus últimas palabras bañadas en lágrimas-, todo se termina".
Otro corazón roto en mi haber. Uno más y van... qué puedo hacerle. Perra de mí, poco tardé en revolcarme con otros, en ubicarlo en algún cajón de mi archivo amoroso, en olvidarlo. Creí que no tendría mayores consecuencias.
Hoy creo diferente.
Desde que nuestra historia terminó, no pude volver a sentir el sexo como antes. Algo se habrá quebrado dentro mío. Algo habrá germinado. Lo cierto es que desde entonces, el sexo me es... distinto. Menos intenso. Menos fantástico. Siempre pude disfrutar del sexo sin amor. Hasta George.
Mi teoría es que cargo con una maldición que lleva su nombre. No es gratuito romper un corazón virgen. George, quizás sin saberlo, me dejó maldita. Por puta. "No volverás a estremecerte de placer", me condena desde el pasado. ¿Hasta cuándo? No lo sé. No hay cura para las maldiciones irreversibles.
Quizás sea porque a él lo moldeé en la cama a mi gusto y semejanza. Dotado de una de las mejores pijas que he probado jamás, George supo hacerme feliz sólo con la punta de sus dedos. Lo amé y lo exprimí hasta que no tuve más amor para darle. Con el corazón ahogado en lágrimas, lo imagino rogando a su santo por que la perra que le cagó la vida no vuelva a disfrutar del sexo nunca más. Y su plegaria fue oída.
Desde entonces, deambulo entre mi cama y las ajenas como un fantasma cachondo, en la búsqueda de su placer perdido. No significa que ya no coja, ni que no pueda acabar. Todo sigue sucediendo como siempre, las porongas siguen entrando, pero ya no apagan el cerebro. Ya no me nublan la mente ni me sueltan las amarras de las neuronas. Ya no conozco el éxtasis que una vez supe frecuentar.
Quizás la solución se encuentre en ese acto que hace tanto ya no practico. Quizás la maldición desaparezca cuando haga el amor con el hombre al que ame.
O quizás no desaparezca nunca.
Era virgen cuando lo conocí.
Un chico tan lindo no merece ser virgen, pensé. Hay que hacerle el favor. ¿Por qué carga con ese blanco de jodas de sus amigos?... Muchos de ellos son más feos que Mr. Hyde. Pero él, tan bonito, con una espalda que adivinaba deliciosa, y un culo que rellenaba muy bien el jean, era virgen. La injusticia del universo materializada en un cumpleaños de verano.
No fue difícil seducirlo. Tampoco lo fue enamorarlo.
Al poco tiempo lo llamaba mi novio. Poco después dejé de llamarlo. "Tenías razón -fueron sus últimas palabras bañadas en lágrimas-, todo se termina".
Otro corazón roto en mi haber. Uno más y van... qué puedo hacerle. Perra de mí, poco tardé en revolcarme con otros, en ubicarlo en algún cajón de mi archivo amoroso, en olvidarlo. Creí que no tendría mayores consecuencias.
Hoy creo diferente.
Desde que nuestra historia terminó, no pude volver a sentir el sexo como antes. Algo se habrá quebrado dentro mío. Algo habrá germinado. Lo cierto es que desde entonces, el sexo me es... distinto. Menos intenso. Menos fantástico. Siempre pude disfrutar del sexo sin amor. Hasta George.
Mi teoría es que cargo con una maldición que lleva su nombre. No es gratuito romper un corazón virgen. George, quizás sin saberlo, me dejó maldita. Por puta. "No volverás a estremecerte de placer", me condena desde el pasado. ¿Hasta cuándo? No lo sé. No hay cura para las maldiciones irreversibles.
Quizás sea porque a él lo moldeé en la cama a mi gusto y semejanza. Dotado de una de las mejores pijas que he probado jamás, George supo hacerme feliz sólo con la punta de sus dedos. Lo amé y lo exprimí hasta que no tuve más amor para darle. Con el corazón ahogado en lágrimas, lo imagino rogando a su santo por que la perra que le cagó la vida no vuelva a disfrutar del sexo nunca más. Y su plegaria fue oída.
Desde entonces, deambulo entre mi cama y las ajenas como un fantasma cachondo, en la búsqueda de su placer perdido. No significa que ya no coja, ni que no pueda acabar. Todo sigue sucediendo como siempre, las porongas siguen entrando, pero ya no apagan el cerebro. Ya no me nublan la mente ni me sueltan las amarras de las neuronas. Ya no conozco el éxtasis que una vez supe frecuentar.
Quizás la solución se encuentre en ese acto que hace tanto ya no practico. Quizás la maldición desaparezca cuando haga el amor con el hombre al que ame.
O quizás no desaparezca nunca.
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Porteñita Secreta
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