¿Es acaso el sexo la única forma que conozco hoy por hoy para relacionarme con los hombres? Últimamente esta pregunta golpea a mi puerta con demasiada frecuencia. Y dado que la única técnica que cdomino para lidiar con las preguntas es escribiendo sobre ellas, a escribir me dispongo.
Desde que mi útlimo amor terminó no pude volver a disfrutar de mis encuentros casuales con auspiciantes masculinos. No fue debido a la falta de talento de mis compañeros de aventuras ni a la ausencia de orgasmos propios; al contrario, mis amantes (nuevos e históricos) no han disminuido su capacidad de hacerme manchar las sábanas. Es un cambio puramente personal.
Ya no siento emoción ante la perspectiva de un hombre desnudo. Aprendí que una vez libres de ropa todos los hombres se ven iguales. Incluso puedo adivinar la desnudez bajo las ropas. Ya no me genera la irresistible curiosidad de antes descubrir los secretos que esconde la indumentaria. Somos todos iguales, y a la vez unico. En otros tiempos era esa irremplazabilidad lo que me llamaba a desnudarlos; hoy, la sensación de totalidad vuelve predecible cualquier sorpresa.
Hace un año me coronaron sacerdotiza del culto al falo. Amaba al miembro masculino por sobre todas las cosas. Poco en la vida me traía tanta felicidad como una linda y gorda poronga, bien hinchada y dura, lista para consumir.
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